Blogia
iuristantum

Ricardo Piglia

 

     Buscamos, entonces, las figuraciones del lector en la literatura; esto es, las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción. Intentamos una historia imaginaria de los lectores y no una historia de la lectura. No nos preguntaremos tanto qué es leer, sino quién es el que lee (dónde está leyendo, para qué, en qué condiciones, cuál es su historia.)

     Llamaría a este tipo de representación una lección de lectura, si se me permite variar el título del texto clásico de Levi-Strauss e imaginar la posición del antropólogo que recibe la descripción de un informante sobre una cultura que desconoce. Esas escenas serían, entonces, como pequeños informes del estado de una sociedad imaginaria —la sociedad de los lectores— que siempre parece a punto de entrar en extinción o cuya extinción, en todo caso, se anuncia desde siempre.

    El primero que entre nosotros pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la Novela de la Eterna fuera "la obra en la que el lector será por fin leído". Y se propuso establecer una clasificación: series, tipologías, clases y casos de lectores. Una suerte de zoología o de botánica irreal que localiza géneros y especies de lectores en la selva de la literatura.

    Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto preciso, lo integra en una narración particular.

    La pregunta "qué es un lector" es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta la constituye, no es externa a sí misma, es su condición de existencia. Y su respuesta —para beneficio de todos nosotros, lectores imperfectos pero reales— es un relato: inquietante, singular y siempre distinto.

 

1 comentario

Ricardo Piglia -

Me gustaría ahora volver a hamlet, el dandy epigramático y enlutado que, como Scharlach, tamibén quiere vengarse (mejor sería decir es obligado a vengarse).

Luego del encuentro crucial con el fantasma de su padre, Hamlet, como hemos dicho, entra con un libro en la mano. Shakespeare hacía muy pocas acotaciones, pero desde las primeras ediciones figura la precisión: "Hamlet entra leyendo un libro".

Desde luego, uno se pregunta si está realemtne leyendo o está fingiendo que lee. La cuestión es que se hace ver con un libro. ¿Qué quiere decir leer en este contexto, en la corte? ¿Qué tipo de situación supone el hecho de que alguien se haga ver leyendo un libro en el marco de las luchas de poder?

No sabemos qué libro lee, y tampoco interesa. Más adelante, Hamlet descarta la importancia del contenido. Polonio le pregunta qué está leyendo. "Palabras, palabras, palabras", le contesta Hamlet. El libro está vacío; lo que importa es el acto mismo de leer, la función que tiene en la tragedia.

Esta acción une los dos mundos que se juegan en la obra. Por un lado, el vínculo con la tradición de la tragedia, la transformación de la figura clásica del oráculo, la relación con el espectro, con la voz de los muertos, la obligación de venganza que le viene de esa suerte de orden trascendente. Por otro lado, el momento antitrágico del hombre que lee, o hace que lee. La lectura, ya lo dijimos, está asimilada con el aislamiento y la soledad, con otro tipo de subjetividad. En este sentido, Hamlet, porque es un lector, es un héroe de la conciencia moderna. La interioridad está en juego.