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 Y entonces se insinúa un nuevo horror
en las trémulas almas de los nuestros
y dicen que Laocoonte, por la ofensa
contra el sagrado roble, por lanzar
el asta criminal contra su flanco,
ha pagado su crimen con justicia.
Reclaman que la estatua sea llevada
dentro de la ciudad y que se ruegue
a la diosa, buscando su favor.
Abrimos una brecha en la muralla
y todos se disponen al trabajo:
van colocando ruedas deslizantes
debajo de las patas de la estatua;
sogas de estopa le atan en el cuello.
La máquina fatídica traspone
nuestros muros, preñada de soldados.
Alrededor, muchachos y doncellas
van entonando cánticos sagrados,
y gozan ayudando con la pértiga.
Ya sube y se desliza, amenazante,
dentro de la ciudad. ¡Oh patria, oh casa
de los dioses de Ilión, dardanios muros
famosos en la guerra! Cuatro veces
tuvo que detenerse ante el umbral
de nuestras mismas puertas; cuatro veces
resonaron las armas en su útero;
y aun así, seguimos adelante,
por el afán cegados, inconscientes,
y el infecundo monstruo colocamos
dentro de la sagrada ciudadela.

 

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