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Rex Warner

 

 

              Pues en Atenas, si bien existen las prescripciones más estrictas para asegurar la observancia de la cortesía en la vida privada, una vieja tradición permitía a los poetas cómicos gozar en la escena de completa licencia para lanzar ataques contra individuos, por prominentes que éstos fuesen. En verdad, sorprenderá a muchos que semejante licencia sea tolerada por un pueblo que, en la vida ordinaria, considera que un insulto deliberado es más ofensivo que cualquier otra cosa. [...] Sin embargo, nadie piensa que se pueda injuriar a un general o a un político en la escena. Puede ser acusado de peculado, cobardía o inmoralidad, y se espera que el propio aludido se una a la carcajada general. [...] Para mí [Anaxágoras de Clazomene], la incoherencia de esta actitud de los atenienses es más aparente que real. Siempre se mostraron muy sensibles a la injusticia personal, de modo particular si afecta a los débiles e indefensos. Por consiguiente, todos los hombres, y sobre todo aquellos que no están en condiciones de defenderse, son protegidos por la ley, que no tolera que sean objeto de un trato afrentoso e insolente por parte de aquellos que son agresivos por naturaleza, o que, a causa de un concepto equivocado o insensible de su propia riqueza o poder, se consideran superiores a sus semejantes. Pero el hombre a quien los votos de su pueblo reconocen como excepcional y merecedor del poder parece buen blanco para la crítica. Tal crítica deleita a los oyentes y no puede hacer serio daño a un hombre cuya posición es reconocida, en cualquier caso, como superior. Y, en verdad, los más supersticiosos consideran que tales ataques públicos resultan más bien beneficiosos, pues pueden desarmar lo que, según se supone, es la envidia que sienten los dioses por los grandes hombres (noción que, a mi parecer, muestra un concepto bastante mezquino de la divinidad); al paso que otros, más racionales, consideran que no deja de ser útil recordar a los grandes hombres que ellos también son humanos.

Pericles no sólo conocía esta tradición, sino que la aprobaba. Mientras la dignidad de los otros le inspiraba el más tierno respeto y decía a menudo que, puesto que hasta una mirada puede ofender, no menos que palabras y actos insolentes, y que por lo tanto los hombres injustos y engreídos habían de ser castigados por la ley, nunca se sintió herido por las críticas que se le hacían y se manifestaba indiferente ante una falta de consideración para con él. En cierta ocasión, según recuerdo, un hombre excéntrico y tosco, que imaginaba tener motivos de queja contra Pericles, lo siguió a lo largo de toda Atenas gritándole denuestos. Pericles no le prestó ninguna atención hasta que llegó a la puerta de su casa, cuando ya oscurecía. Llamó entonces a Aspasia y, después de haberla besado como era su costumbre, dijo: "Me agradaría que pidieras a un sirviente que traiga una antorcha y que le alumbre el camino a mi amigo, que regresa a su casa".

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