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Heterodoxia

 

 

         "Cajón de sastre, que no cajón desastre, pa’ que de todo le quepa. Cajón desastre, que no cajón de sastre, porque le cabrá todo desordenadamente dado lo alebrestado de mi humor en estos días. Cajón de sastre, o de sastre, porque ambas son expresiones que permiten suavizar el inicio de las cosas --algo leí por ahí sobre la crema, los tacos, el empalago y el fango-- y evitan posibles sobresaltos de lectores sensibles a las frases lapidarias con las que, para serles totalmente honesta, me hubiera gustado iniciar tras haber leído con mucho interés la disputa precedente. ¿Puedo?

En literatura, lo único importante es el estilo.

Escrito queda pues. Favor de no desmayarse y, si posible, de refinar los tópicos que aludan a la escasez familiar de quien esto escribe.

Sin embargo, insisto: En literatura, lo único importante es el estilo.

Debo, imagino, de argumentar el pedrusco que acabo de lanzarles duro, derecho y a la cabeza. ¿No descalabré a nadie, o sí?

A través del estilo nace la voz del escritor, lo que le es más propio, íntimo y personal, aquello que permite distinguir sus líneas de otras líneas sin necesidad de leer en la cubierta su nombre.

El estilo, dice Azorín, no es nada y, sin embargo, lo es todo... O, como afirma Baroja La intuición y el estilo [Consiste en...] no decir ni más ni menos que lo que se debe decir y en decirlo con exactitud.

En este sentido, la mejor historia del mundo, la más original, interesante o inteligente, se desvirtúa cuando carece del estilo personal de quien la escribe. En cambio, la anécdota más simple, la más baladí, relatada con el estilo debido puede convertirse en un texto emocionante, intenso, expresivo e inolvidable para el lector.

Desde este punto de vista, más importante que las cosas que se cuentan es el modo en que se cuentan. O, citando a R. respecto a Maupassant: Los relatos son exactos: no sobra ni un cuadro ni una situación. No encontré jamás ningún rodeo poético ni descripciones de más. Cualquiera que fuese la cosa que quisiese decir tenia la palabra exacta para expresarla, un verbo para animarla y un adjetivo para calificarla... (la repuntuación y reacentuación son personales)

La admiración de R. por la pulcritud y la precisión estilística del francés la resume Eugenio D’Ors en otra frase lapidaria: El estilo, como las uñas, es más fácil tenerlo brillante que limpio.

Para el brillo suele requerirse del barroquismo y la acumulación; para el quehacer doméstico, de la mesura. Cualidad ésta última que, habitualmente, conlleva el uso y abuso de la tijera. Créanme que pocas cosas dan en esta vida mayor dolor de cabeza que tijeretear un texto.

Escribir, ustedes lo saben, es fácil: Basta tomar una hoja en blanco y dejar volar los dedos y el pensamiento. El texto, tras un tiempo prudente, solito sale. Nace un texto, una historia, un argumento, unos versos, palabras encadenadas en estado fetal. Nace un texto, no un texto literario. El carácter de literariedad se lo otorga la tijera y, con la tijera, el pensar, mover, cambiar, quitar, subir, bajar, ir y venir de las letras. Cortar, cortar y cortar de nuevo. Tiempo y paciencia; tiempo y reposo; tiempo y lectura en voz alta hasta que sea el texto quien mueva a la voz y no al contrario.

Lo difícil no es escribir una página, lo complicado es reducirla a diez líneas --o a cinco-- sin perder ni un ápice del significado de lo escrito. Pregúntenle a Rulfo que pasó más de diez años limpiando Pedro Páramo y sólo consintió en su publicación cuando Arreola la envió a la imprenta sin su permiso.

Cierto, sin embargo, que para escribir se requiere de imaginación, de experiencia vital, de conocimiento del mundo y sus pobladores. Cierto también que, sobre esos requisitos, prima aquello que Lorca respondió a Gerardo Diego en su Poética: si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios o del demonio también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema.

Prima el conocimiento de los artilugios literarios en forma de estructuras, de imaginerías, de léxico, semántica y sintaxis. Prima el trabajo y las líneas mil veces contrahechas en pro de su perfecto enderezamiento. La musa --dicen por ahí que decía el poeta, existe sólo si cuando se aparece te encuentra trabajando-- Opinión parecida sostiene Paul Valéry cuando afirma que la poesía --y muy bien puede aplicarse la sentencia a la prosa-- no es sino actividad de puro rigor mental y no alucinación ni ensueño bucólico.

La literatura requiere de talento, pero de talento aderezado con trabajo. Y, el trabajo, requiere de un aderezo de conocimiento. Esto, incluso para quienes escudan su mala prosa tras el siempre socorrido estilo personal, propio e intransferible. Porque, estarán de acuerdo conmigo, para desbaratar la lengua en virtuosismos de anarquía posmoderna lo primero que se necesita es conocer el barro desbaratado. La lengua es un ser vivo y tolera muy bien deconstrucciones, reconstrucciones, destrucciones incluso porque sólo a través de ellas puede crecer y fortalecerse para seguir viviendo. El único requisito que implica es el del conocimiento de su naturaleza, de sus estructuras, por parte de quienes juguetean con ella: Para enredar con la prosa es necesario distinguir sus hilos, de otro modo el texto es puro nudo y nada de tejido.

Se supone, a quienes gustan de los libros --de leerlos o de escribirlos--— la pasión por la palabra, la capacidad para enamorar y enamorarse de ella, con ella, a otros a través de ella. Sí, la palabra es erótica y lo es por herética, por su inigualable capacidad para remover en un lector aquello que debe de ser removido --y lo que no debe de serlo también--: el alma, el corazón, el hígado, las pestañas, la punta de las uñas. Es, a partir de la catarsis sentimental, o racional, o masodérmica de la palabra que la historia toma vida en el lector, que adquiere forma, relieve, emoción.

Son tan pocas historias y tantas las formas en que esas historias han sido contadas. Tomemos, ya que estamos en noviembre, a Don Juan Tenorio. Pensemos en Molière, en Zorrilla, en Tirso, en Baudelaire. La historia es la misma, el personaje único, las situaciones --detalle arriba o abajo-- idénticas, ¿por qué, entonces, cuatro lecturas provocan en nosotros cuatro sentimientos, cuatro emociones, cuatro rostros diferentes? Porque siendo la misma historia es el estilo diferente.

Más allá de una innumerable lista de razones que incitan en el hombre el hecho de escribir, quiero pensar --y es una opinión muy particular-- que se escribe para mover a otros hombres: mover el pensamiento, el corazón, la curiosidad, la piedad, la carcajada o la lágrima. Prefiero mover a conmover por la sobrecarga sentimental de este último verbo. No importa demasiado cuánto alcance a entender el lector, o si lo que él entiende responde a aquello que el autor desea expresar --de interpretaciones y desinterpretaciones está la literatura llena--, importa que algo dentro de él se mueva.

Ahora bien, una vez establecido este punto, tendríamos que preguntarnos respecto a nuestra intención como lectores, a lo que deseamos obtener de un libro--que, gracias al cielo, no siempre responde el deseo al éxtasis--. Yo los supongo a todos lectores competentes --no doctos, no cultos, no refinados, sofisticados o sibaritas— que es como me supongo a mí misma: lector curioso, inquisitivo, sensible a la palabra y sus enredos. Como lectores competentes nuestras expectativas de lectura varían de un texto a otro, de un autor al que le sigue en el anaquel. Esperar lo mismo de Follet que de Proust sería una ilusión incluso para E. Sin embargo, Los pilares de la tierra, tiene --pese a sus muchos detractores-- algunas cosas que lo convierten, ya que no en una gran novela, al menos en una novela digna --a mí me fueron de mucha utilidad las partes dedicadas a la arquitectura, por ejemplo.

Permítanme cambiar de comparación y citar un casi dicho popular en el que tengo gran fe. Se oye por ahí que si alguien inicia su camino lector leyendo a Joyce seguramente jamás querrá leer a Corín Tellado, en cambio se sabe que muchos lectores que se iniciaron con Corín Tellado han terminado leyendo a Joyce. Una simple cuestión de jerarquías, creo yo.

Leer es un arte difícil y, a veces, la buena prosa --como tantas otras cosas en la vida-- requiere de dosificaciones adecuadas para evitar caer en la sobredosis, el empacho y el odio eterno hacia aquello que nos sentó mal.

Y no sigo porque, en contra de toda prudencia y gracias a las poquísimas ganas que tengo de trabajar esta mañana, ya me he extendido harto mucho más de lo necesario en mis desvaríos. Lo dice L. y estoy completamente de acuerdo con ella, ojalá y cada uno de ustedes, cada uno de nosotros, pudiéramos refrenar la prosa hasta hacerla nuestra, hasta crear un modo personal, privado e íntimo de decir, mal decir y maldecir.

Después de todo, en literatura, lo único importante es el estilo. ¿O no?"

 

-Nolimetangere, gran mentirosa.

 

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