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José María Albert de Paco II

 

 

Con lo fácil que es ponerme a mí de buen humor.

 

 

            Me despierto a diario con los alaridos psicalípticos de una vecina que, algo antes de las siete, asorda a la comunidad de inquilinos con una retahíla de noes. No, dice. Nooo... Noooo... Nooooo... Noooooo... Dado que jamás he palpado esa clase de sobreactuaciones, la primera vez que oí tan perturbadora negación salí al rellano y traté de identificar el piso donde, sin ningún genero de duda, un macho grasiento estaba apaleando a su pareja. En ese preciso instante, mi venerable vecina (la de la puerta contigua a la mía) salió de casa y me puso sobre aviso: “Tranquilo, joven, nadie está matando a nadie”. A los dos minutos, y luego de un “no” sostenido que parecía surgir del averno mismo, la finca se derrumbó en paz. Desde entonces, esos noes in progress han constituido el pórtico natural de mi desperezo. No han faltado situaciones embarazosas, como el día en que Lola me preguntó a qué se negaba exactamente esa mujer o el día en que una vecina asomó la cabeza por una ventana del patio interior y pronunció una, digamos, conferencia sobre la impudicia. Así y todo, hasta hoy no he podido sino agradecer ese rítmico oleaje que mordisqueaba la arena. Hasta hoy, insisto. Eran las las 6 y 54 cuando mi vecina, en un acto de renuncia que jamás le perdonaré, ha gritado sí.

 

Correspondencias / Albert

 

El referéndum de la OTAN en versión lúbrica.

 

 

1 comentario

José María Albert De Paco -



A las diez entré en la estafeta más cercana a mi domicilio. Me atendió un hombre que, tras depositar el bulto en la balanza, recibió el abrazo demorado, mudo, lacio, de una compañera de trabajo. Debió de notar mi impaciencia; la cabeza ligeramente inclinada, en la comisura una turbia doblez.
-Perdona, es mi último día.
-Su último día.
-Hoy me jubilo. Bueno, hoy me jubilo de aquí, de esta estafeta. Dentro de tres meses me llega la jubilación definitiva. Debo una propinilla en otra estafeta… Oye, ¿qué has metido en el sobre?
-Manuscritos.
-¿Manuscritos?
-Cinco copias; son para un certamen literario.
-¡Vaya! Yo los domingos escribo poesías.
-¿Todos los domingos?
-Alguno he fallado, pero lo normal es que me ponga después de comer. Empecé a escribir para mi novia y ya no lo dejé. ¿Y esto cuándo tiene que llegar?
-Mañana se cierra el plazo.
-¿Mañana? Pelín justo. Lo enviaremos por postal exprés. Y dime, ¿ese certamen es importante?
-Lo convoca el diario Marca.
-No te veo muy convencido.
-Un amigo me animó. Luego está mi mujer, que dice que tiene una corazonada.
-Lléname esto, es para la prueba de entrega. ¿De qué va? El libro, digo.
-Es algo así como un dietario.
-¿Un dietario? ¿Para el Marca?
-Un dietario escrito desde el fondo norte de un campo de fútbol.
-Ya.
-Le parece raro.
-Yo escribo los poemas oyendo el Carrusel Deportivo. No creo que haya mucha diferencia entre mis versos y tu dietario. Oye, ¿y el premio incluye la publicación?
-A los tres meses del fallo se publican la obra ganadora y la finalista.
-Como en el Planeta.
-Sí, lo habitual en estos casos.
-Antes has dicho raro pero en el fondo querías decir especial, ¿no es así?
-No se me había ocurrido.
-Prométeme que si tienes suerte me dejarás un ejemplar en la estafeta.

Tras entregarme la vuelta, me estrechó la mano con un leve temblor. Cuando ya estaba a punto de llegar a casa, deshice el camino y fui de nuevo a la estafeta.

-Si tuviera suerte, ¿en qué estafeta le dejo el ejemplar? -Me alegra que empieces a confiar en ti.
Al punto, me tendió una cuartilla con una dirección.
-Me lo dejas en ésta.
-Pueblo Nuevo.
-¿Conoces el sitio?
-Trabajé cuatro años muy cerca de ese cruce. ¿Por quién pregunto?
-Pregunta por Alfonso.
La mención de su nombre demolió un dique.
-Una curiosidad, Alfonso: me decía que empezó escribiendo para su novia. ¿Qué fue de ese noviazgo?
-Nos casamos.
-Y sigue escribiéndole poemas.
-Sigo escribiéndole, sí. Al poco de casarnos se los empecé a dejar en la cocina, al lado de la taza de café.
-Y ella, ¿los sigue leyendo como los leía al principio?
-Ella murió hace tres años.

Esta vez fui yo quien le estrechó la mano, la mirada vagando por su cabello delineado.

Al cabo de tres meses, sobre las diez de la mañana, me llegué a la estafeta de Pueblo Nuevo y pregunté por Alfonso. Había salido a desayunar. Diez minutos después entró rebosante de cautela, como si el hecho de mezclarse con los usuarios le expusiera a una afrenta insospechada. Me agradó contemplar su figura antes de tomarlo del brazo.

-¿Me lo has dedicado?
-Todavía no.
-Hoy es mi último día, el último de verdad. Mientras recojo las cosas y me despido, piensa algo.

Todos los domingos del mundo.

Comimos un arroz donde La Mari, dándole la espalda al porvenir. A eso de las cinco nos sentamos en el borde del muelle.

-Tu dedicatoria, esta cosa de los domingos del mundo.
-No le parece afortunada.
-No, no es eso.
-¿Entonces?
-Lo importante no son los domingos, sino que el lunes siga habiendo un poema en la cocina, al lado de la taza de café.