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Prohibir el burka

 

 

          La cruz es un símbolo religioso. A diferencia del burka, por ejemplo. El burka es, primeramente, una máscara textil. Aunque eso interesa tanto como la consideración de que una bandera es un trapo: la actividad del burka, como la de la bandera, está en su vertiente simbólica y el burka simboliza, con independencia de la opinión del sujeto paciente, una opresión. De ahí que las derechas españolas hayan hecho muy bien en exigir al gobierno que lo prohíba en el espacio público; contra la opinión de la izquierda, que ha vuelto a preferir el relativismo a la libertad y el tacticismo a la verdad. No es la hipotética naturaleza religiosa del burka la que lleva a los ciudadanos a exigir su prohibición; es su indecencia civil, que lo distingue, por cierto, del casco de motocicleta o del pasamontañas, artefactos con que la hipocresía socialdemócrata ha querido asimilarlos a la hora de vetarlos en alguna dependencia municipal. No es el burka, repito, el caso de la cruz.

Nadie puede discutir las atrocidades que se han cometido en nombre de la cruz y enarbolándola, materialmente, en el campo de batalla y ante la hoguera de las inquisiciones. Puede decirse lo mismo, por ejemplo, de la hoz y el martillo, aunque la cruz haya expandido durante mucho más tiempo la barbarie. Pero este sentido de la cruz ya no rige: hoy la cruz es sólo un símbolo de determinadas opiniones trascendentes. La separación entre la Iglesia y el Estado supone que la cruz no obliga a los infieles; al contrario de lo que sucede con las máscaras en los burkaestados, tipo Ahmadineyad. Sin embargo, y en contra de lo que pretende la Conferencia Episcopal Española en el papel tan pobremente argumentado que ayer dio a la prensa, la cruz no debe exhibirse en las escuelas ni en otros espacios públicos. Una opinión no puede monopolizar el espacio público; ni tampoco en el espacio público pueden exhibirse todas las opiniones. Si se cuelga el crucifijo en el muro hay que dar la misma opción a un islámico, a un judío, o un ateo. No hay muro para tanto grafitti: para que todas las convicciones quepan en el espacio público es preciso que no se muestren.

Lo que, en el fondo, pretende la Conferencia Episcopal Española con la cruz es hacer pasar las opiniones por hechos. La misma estrategia que utilizan los creacionistas cuando intentan rebajar la selección natural a una opinión. Pero la cruz ya no es un hecho. Es decir, para nuestra suerte no es como el burka.

 

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       Una madre marroquí decía ayer en el diario El País: «Si mi hija no puede llevar el velo, nos vamos a Marruecos: nosotros no estamos aquí por hambre.» Está muy bien dicho. El hambre y la necesidad son las cuestiones cruciales. Por hambre no sólo se quita uno el velo sino que incluso aprende catalán: y si en el pasado no lo aprendieron los padres de los charnegos fue porque en el viaje no creían haber cambiado de lengua, o sea de Estado. Las imposiciones de los autóctonos a los recién llegados dependen del hambre y de la ley. Los charnegos venían con mucha hambre pero les protegía la ley de la dictadura. La madre marroquí no tiene que lidiar con el hambre. Podrá esquivar las infamantes condiciones que algunos patrones imponen a los hambrientos; pero su hija no podrá llevar el velo en algunos lugares. Para el caso da igual que el velo quiera llevarlo su hija o la distinguida arabista Martín Muñoz. Es la ley. Y como buena ley no implica sólo a los inmigrantes. La mala ley es aquella que distingue. La que, por ejemplo, libera a los autóctonos del trámite humillante de demostrar sus conocimientos de la lengua o de la historia del lugar donde recalan.

Una buena ley, pero con un defecto de raíz. La de aceptar que los pañuelos son un símbolo religioso y que ésa es la razón por la que se prohibe su uso en algunos espacios públicos. La razón laica, es decir, el Estado, no debe prohibir los burkas, king size o mini, porque sean símbolos religiosos. El Estado laico no debe meterse en esas tegucigalpas. Mañana puedo yo fundar mi religión y presentarme en la escuela con un zapato rojo, simbolo de devoción y entrega a Los Que Pisan Fuerte. Y a ver qué pasa.

La razón por la que el Estado debe exigir neutralidad en el espacio público nada tiene que ver con la filiación del símbolo. Los burkas pueden deberse a la religión, el pudor, el exotismo, la libertad, la socialización, la higiene y hasta la subvención. Cada una de esas razones opera exclusivamente para el portador. Para el consenso laico que el Estado representa y ejerce el burka sólo es un angustioso símbolo de opresión y barbarie. La creencia que lo justifique es indiferente. Los cerebros que organizan cada domingo en el Estadio su habitual brainstorming colectivo pueden ignorar las atrocidades de la cruz gamada que ondean; pero a la razón pública le da igual que se trate de un símbolo político, deportivo o esotérico: es la cruz gamada de Hitler y sus adhesiones no pueden ser celebradas públicamente, porque repugnan.

Quienes han entendido esto con una brillante y ejemplar contundencia son (¡lo que es la vida!) los musulmanes. Que tapan la cara a las extranjeras no por sus creencias. Las de las extranjeras. Sino por sus creencias propias y musulmanas.

 

 

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