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Arcadi Espada

 

 

Querido J:

Carmen Rigalt, que lleva dentro el ritmo de la columna y practica a veces un costumbrismo desengañado y eficaz, escribió este martes, muy oportunamente, un artículo sobre el te quiero. Más o menos enmascarada en el plural contaba su caso cuando aludía a la imposibilidad de expresar las emociones de sus hombres, que nunca le han dicho estas dos palabras. Cada cabeza es, como mínimo, un mundo, pero tú y yo, querido amigo, sabemos que las palabras bloqueadas fueron un meme de época. Nuestra generación consideraba que el te quiero era una concesión y una bajeza. Y lo consideraban hombres y mujeres por igual, que ya habían superado la rudeza de paso de la adolescencia. A cualquiera le sucederá lo mismo, cuando echa una ojeada a su pasado; pero creo que nuestra generación es realmente misteriosa y no encuentro fácilmente razones que expliquen su laconismo sentimental. Recuerdo que las compañeras consideraban el te quiero algo agresivo y hasta machista, entregadas a la certeza de que acercaba demasiado el amante al propietario. En cuanto a los varoncitos, era aún más inexplicable. No queríamos identificarnos con el macho cabrío que se negaba a sí mismo otro derrame que el de la eyaculación; pero al mismo tiempo considerábamos que la verbalización sentimental era una disipación burguesa que un joven progresista no podía permitirse. Recuerdo bien en qué momento de mi vida pude decir te quiero con plena libertad; y recuerdo el desahogo y que había pasado algún tiempo y algunas novias.

El artículo de Rigalt contrastaba luego esa frialdad generacional con la exuberancia presente: «Ahora resulta que aparece una moda y todo el mundo se quiere o dice que se quiere. Me refiero a la moda de declararse continuamente sin venir a cuento. Ahora ya no decimos ciaoagur antes de colgarle el teléfono a un amigo. Hoy se ha impuesto el te quiero.» La epidemia, entre la gente de una cierta edad y un cierto orden, es espantosa y va ligada a otras formas de ligereza como el uso del tuteo. A mí suelen forzarme al tuteo, desde eso que ha dado en llamarse el círculo íntimo, para que evite hacerme «aún más antipático.» Y quién ha olvidado el momento inmortal en una panadería de Bilbao cuando entrando nuestro Santiago González, con su madurez y su porte, y sus 100.000 películas vistas, la panadera afrontó así el hecho: «¿Qué quieres, cari?».

El vaciado de las palabras no afecta sólo a los sentimientos, sino a la vida pública y la política

Mi generación piensa que en las películas en blanco y negro se decían la verdad del corazón

El vaciado de las palabras no afecta sólo a los sentimientos. La operación se extiende a los ámbitos de la vida pública, y en especial a la política. Con la misma despreocupada alegría que la teleoperadora dice te quiero al despedirse del cliente, las teleoperadoras en masa gritan libertad en las calles. El original de las cosas parece estar cayendo en una sima cada vez más profunda y los tiempos denotan una suerte de hiperplatonismo francamente desagradable. En su On Bullshit, que nos consoló en épocazapatera, la que tan untuosamente encarnó el te quiero indiscriminado, Harry G. Frankfurt cita unos versos de Longfellow (The Builders, Los Arquitectos) que eran lema de la famosa casa Wittgenstein, dedicada a la vigilancia del sentido. Dicen los versos: «En los viejos tiempos del arte / los creadores trabajaban con sumo cuidado / cada elemento, por diminuto e invisible que fuera, / pues los dioses están en todas partes.» Quizá Luchino Visconti conocía los versos. Una vez, repasando el escenario donde iba a filmar una escena, abrió los cajones de una cómoda y los encontró vacíos. Ordenó de inmediato que los llenaran de finas mantelerías. Pero el encargado le explicó: «Señor, estos cajones no se ven en la escena.» «Dios sí los ve», zanjó el maestro. Frankfurt trae los versos de Longfellow a su alforja: «De manera que no se barría nada debajo de la alfombra. O dicho quizá de otra manera, no había lugar para la charlatanería.»

La tentación melancólica es constante y dura de sobrellevar. Parte del supuesto de que, cuando entonces, las palabras decían lo que decían y sólo lo que decían. Un conjunto tautológico muy confortable. Un mundo serio donde las palabras expresaban compromisos nítidos y firmes con la realidad y con los otros. Un mundo donde las palabras luchaban contra la confusión en vez de contribuir a su onda expansiva. Un mundo donde las palabras trabajaban contra la arbitrariedad y el capricho y no permitían que su música, a veces tan hipnótica, pudriera los poemas. Un mundo donde regían la verdad y la mentira, bolero; pero jamás la charlatanería, la caca de la vaca, el aciago y disolvente bullshit.

Sin embargo, amigo mío, no tengo noticia de que ese mundo haya existido. Nunca viajé más allá de la sombra platónica. Nuestra generación tiende a pensar que en las películas de blanco y negro las palabras decían la verdad del corazón y los asuntos, los compromisos que expresaban eran firmes, y la propia ambigüedad disfrutaba de la clemencia del rigor. Pero sobre esa presunta seriedad verbal se ciernen decenas de millones de muertos. Un gigafracaso. Algo que nuestra época, tan lacia y lela, tan fraudulenta, cargada de personas que dicente quiero y no me acuerdo, va evitando con su andar disparatado, con su trapicheo de géneros, con el tonillo sobón que es la banda sonora de su moral, y hasta su moral misma. Un mundo inflacionario, sin patrón oro ni metro iridio. Donde, juiciosamente, todo el mundo prefiere doblarse antes que romperse. Si alguien dijera que se trata de la mejor época de la humanidad, no sería palabrería.

Sigue con salud

A.

 

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