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Kevin Carter

 

 

 

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Un hombre blanco perfectamente bien alimentado

 

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            Kevin Carter. Este hombre, fotógrafo de élite, consiguió un Pulitzer por una fotografía espantosa. Un niño doblándose por el hambre y muy cerca de un buitre que parecía esperar el fin de la agonía del pobrecito. Nunca he sabido en qué circunstancias se tomó la foto y hasta qué punto era real lo que aparecía. Sí conozco algunos detalles periféricos. Por ejemplo, en el ambiente la llamaban con el sobrenombre de El Periquito. En fin, no es que quiera decir mucho, dado el cariño que se profesan los integrantes de cualquier gremio. También es más o menos conocido que Kevin Carter se suicidó poco después de esa foto y de que el premio Pulitzer impactara en su vida. Y otra cosa: durante algún momento de las festivas jornadas en que le dieron el premio alguien le preguntó lo que le preguntaría cualquiera que mire esa foto y la crea verdadera: "¿qué paso con el niño?". Carter respondió: "Esto… Realmente no sé qué pasó. Supongo que llegaría hasta el comedor, que estaba a unos pocos cientos de pasos." Al parecer insistieron preguntándole: "¿Pero usted no lo acompañó?". Y el fotógrafo dijo: "No, yo me marché de allí, claro". Hasta donde sé no consta que le preguntaran si por lo menos sonó de palmas para ahuyentar al buitre.             

           Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente convertido en novelistas sentimentales y desde su ancianidad recuerdan los tiempos heroicos con frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada. No hay ninguna posibilidad de cumplir con dignidad el trabajo si se produce la ínfima implicación que supone una mirada. Quien trabaja allí es un tipo absolutamente ciego e invisible para todos, empezando por sí mismo. Todo su trabajo, su trabajo útil, libre, insurgente, lo realiza ese ojo ciego, el único entrenado para ver en las condiciones más difíciles de sensibilidad.             

          Desde el sofá de Occidente otro hombre, furioso, señala con el dedo la fotografía y le reprocha a Kevin Carter que no ayude al niño agonizante, que no tire por un momento su cámara y se comporte como un ser humano. Sin duda es un bello propósito, pero ¿cómo sabría el del sofá que la ayuda se ha producido y el agonizante ha vuelto a la vida, si no hay cámara? ¿Acaso no comprende, el del sofá, que sus desahogos humanitarios y gratuitos son sólo posibles porque los Kevin Carter tienen el corazón frío y no mueren contemplando la muerte, y esa condición permite que la muerte viaje y llegue a todos los rincones del globo en las más perfectas condiciones de texto, imagen y sonido? ¿Qué habría sabido, el del tresillo, de ese niño y su buitre, y de tantos otros, si en vez de fotografiarlos el Kevin se hubiese dado a las palmas sin fronteras? El reproche, hipocritón y panzudo, solo tiene, en realidad, un destinatario: él mismo, que no está allí y no puede ayudar al niño como sin duda su buen corazón querría. En realidad él no está allí, como no está tampoco en las calles de su ciudad, cuando las recorre apresurado, invisible y ciego como un fotógrafo americano en África, sin poderse detener a librar de la miseria a los niños que mendigan incluso en los días de lluvia, él también un profesional como la copa de un pino, y al fin consciente, si lo pensara, de que los buenos sentimientos no pueden exhibirse en horario laboral.  

1 comentario

Luliano -


Hay cosas ante las que uno no sabe exactamente cómo proceder, parece que uno se encuentra inmerso en una especie de espiral maldita que siempre lo acaba devolviendo al mismo punto de antaño con similares perspectivas, como si con el transcurrir de los años, las horas, los minutos no se aprendiera nada, ni pudiera añadirse nada. Eso parece, pero al fin resulta no ser cierto, no que se aprenda algo al cabo del tiempo, sino que uno se mueve sin darse cuenta de la huida de los árboles, como seguimos sin notar la rotación de la tierra en las suela de los zapatos y tantas otras cosas más fructíferas que ayudan a mantenerse en pie. O sentados. O mejor, estirados, que en horizontal las cosas acostumbrar a mostrar su mejor cara.

Este fin de semana vi esta foto. Y al instante acuden varias interjecciones al cerebro, unos minutos más tarde, concurren en ayuda varios conceptos Barthianos, o se reblandece su impacto, quizás se logre ensordecer la sensibilidad, pero al fin y al cabo, casi sería preferible quedarse mudo, sin palabras, sin conceptos, sin muletas.
Al fotógrafo, Kevin Carter, que uno imagina agazapado en el suelo, enfocando sigilosamente su presa, intentando no asustar al buitre, no enturbiar la escena con las huellas de sus yemas, al fotógrafo, digo, le concedieron ese año, 1993, el premio Pulitzer por retratar el azote de la hambruna en el Sudán (¿sale en la imagen, la hambruna?). Un año después se suicidó. Parece que no pudo conciliar el éxito y el dilema de su posible intervención.

Ella murió.