Francisco Umbral
Huyo, sí, a ese mundo quieto y ficticio, a esa vida posible e inexistente, a veces, escapando de mi propia vida, de este naufragio donde nadie se ahoga, de este desorden de cuadros que hay que clavar, libros que hay que leer, cosas que habría que escribir, y la muerte pasando a través de todo, luces, tiempo, hijo, días, muebles, palabras, dones, ensartando la vida silenciosamente. O hago una vez más, queriendo saber algo, el retrato del niño. Dejadme hacerlo aquí, dibujar con palabras fáciles el desorden inocente y artístico, demasiado artístico, de su cabeza ligera, su nariz de gato niño, los ojos, pétalos de una flor oscura, hoja y fruto al mismo tiempo, con su halo profundo de tristeza o algo peor, que tanto me estremece, y el esfuerzo banal de la boca, dibujada primorosamente, y que a veces se riza en palabras íntimas y a veces se abulta, débil y ya masculina, en palabras débiles de espuma sola. Esas mejillas como una fruta excesiva que no pertenece a ninguna cosecha, el cuerpo espeso y reciente, que tomo en alto para apretar su gracia simple, las manos, sólo dibujo, o los pies, tan breves, naciendo esa minuciosidad del borrón tierno que es el cuerpo. Muy terminado por unas partes y muy embrión por otras, el niño, como todos los niños.
Mortal y rosa, 1975.
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