Julián Marías
En El fantasma y la Sra. Muir, esa maravillosa película de Mankiewicz que Javier Marías nos enseñó a mirar tan bien, ocurre algo inédito en la historia del cine: el espectador desea que se muera la protagonista, porque sólo ese puede ser el final feliz (final feliz asegurado, por otra parte; como dice Jünger: "A un hombre podrán fallarle todas las citas que tenga previstas a lo largo de su vida -menos una: la cita con la muerte"). La Sra. Muir se ha enamorado del fantasma del capitán, pero éste se ha desvanecido definitivamente y la Sra. Muir sólo podrá reunirse con él cuando muera.
Con el padre de Javier Marías, don Julián, ha pasado lo mismo. Desde que murió su mujer en 1977 se limitó a ser (como dice hoy Eduardo Jordá en un precioso artículo) "un superviviente". Recuerdo un programa radiofónico del Loco de la Colina de principios de los ochenta: Julián Marías se puso a llorar mientras recordaba a su esposa. Durante unos interminables segundos sólo pudimos escuchar los gemidos de dolor de ese hombre. Fue algo intenso, verdadero: lo contrario de los lloriqueos fraudulentos que vendrían después con la televisión basura. No sé por qué, pero aquella noche se me quedó grabada. Luego he venido contemplando a Julián Marías, respetando su limpio cristianismo desde mi estrépito nietzscheano. Un hombre digno que no se vendió nunca, y que por eso proponía la reconciliación en medio de la abyección guerracivilista de los ex-grapo que ahora son neofranquistas, por un lado, y los ex-falangistas reconvertidos en socialdemócratas, por el otro. Frente a ambos, la integridad moral: la decencia. Y por debajo de todo, su duelo amoroso que sólo ha terminado con la muerte. Siempre me acordé, pensando en Julián Marías, de estas hermosas palabras que le dedicó Camus a Breton: "En su perro tiempo, y no se puede olvidar esto, es el único que ha hablado profundamente del amor. El amor es la moral angustiada que ha servido como patria a este exiliado."
Pero alegrémonos: la Sra. Muir ya está otra vez junto al fantasma.
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