Fernando Ramírez Suárez
El poema de los hijos
No es exacto decir que
“hombro a hombro
trenzamos el poema de los hijos”.
No es exacto, mujer, porque tú fuiste
rueca, madeja e hilo; fuiste todo,
mientras yo apenas
palpaba con mis dedos
la calidad del paño, tu obra.
Antes, mujer, pasaron siete inviernos
de esperanzas baldías, amasadas
con lágrimas y sal.
Siete años largos
hasta que se hizo la luz, la primavera.
Y tus brazos, entonces, cuna fueron;
tu regazo, amorosa calidez;
tus senos, el venero de las aguas
más vívidas, más frescas,
donde aquellos dos brotes
echaron sus primeras ramas.
Así fuiste trenzando poco a poco
los versos de la estrofa inicial
del poema de los hijos.
Ahora, cuando anclamos en octubre,
cuando anuncian otoño nuestras vidas,
a madurar comienzan sus destinos,
a arrancarse de nuestro árbol
/>como caen las hojas y las flores
tan prontas a volar como hadas.
Ellos son el futuro, el fruto último
de un árbol cuyas hojas somos;
también son el comienzo de otros
inéditos poemas.
¡Tú: mi asiento!
Tranquilo azul de nuestra soledad.
*
Matar a la muerte
Tenemos enlodados los zapatos
y vestimos de smoking la mentira
procurando pisar sobre bien seco.
Quizás nos ufanamos con embustes
y cantamos el mar pomposamente.
Mas sólo hemos cruzado sobre el agua
sin mojarnos de sal las zapatillas,
gastando ocios en nuestros camarotes
con oros, copas, humos y quimeras.
La auténtica belleza submarina
hay que verla debajo de las olas
con los ojos abiertos a las sales
y los pies descalzos sobre el limo.
Yo creo que no hay milagro más hermoso
que un hombre que se rehace de su cieno;
o las algas y conchas que reviven
del lodo que se hundió en su propia sima.
Tal vez no saludamos a los muertos
porque no comprobamos si están vivos,
o si el agua divina de sus fosos
el milagro del cieno ha repetido.
Quizás mataron ya su propia muerte.
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